viernes, 25 de noviembre de 2011

Yo no sé por donde uno empieza a contar una historia como esta.



Por Contricanis.


Yo no sé por donde uno empieza a contar una historia como esta. Hacerlo por el principio no sólo es lastimosamente obvio, sino que se pierde en inconsistencias y recuerdos borrosos, fragmentos descosidos en la fragilidad de nuestra memoria.

Venir a decirles que a los 12 años de edad yo ya tenía cierta idea de quién era Bob Dylan sería pretencioso. Pero así fue, más o menos: recuerdo claramente el programa de videos “A Toda Música”, y la voz de una de sus presentadoras diciendo “Dylan protesta… otra vez.” Tras el corte comercial mi vida se transformó: vi y oí por primera vez “Jokerman”, una canción que no entendí a cabalidad, pero que me marcó sin remedio.

Y ese es uno de los milagros del arte: que te hablen en un idioma que no conoces acerca de un tema que no comprendes con metáforas que no asimilas… y entender. Así, 28 años después, aún comprendo lo que me quiso decir Bob Dylan esa noche de ¿viernes? Desde entonces, su obra ha sido un constante descubrimiento: sutileza tras sutileza, reflejos sobre reflejos, un espejo al revés que exhibe al ser humano todo y complejo. Y basta una guitarra, un track, una voz al borde del precipicio y un alma insondablemente perfecta: the jester on the sidelines on a cast, como dirían por allí.




Después mi camino me puso a Robert Allen Zimmerman a través de la máxima experiencia de mi adolescencia: Rock 101. De todas esas 24 horas al día y 24 horas a la noche la que más me atrapó fue la de los jueves a las 8 de la noche, la de Jaime Pontones, la de Utopía y del viaje sicodélico por la libertad… y uno de sus ejes más notables, que resultó ser el mismo Bob Dylan. Yo, que le creía (y le creo) todo al Maharishi Pontones le creí indudablemente que Bob Dylan es la voz más importante del rock, el que cambió y transformó ese ritmo a través de la poesía y la palabra; y la transgresión y la salvaje confianza en ser uno mismo. Y lo fue demostrando con hechos, y uno de esos hechos fue “El Blues de la Nostalgia Subterránea”: el libro.



En el camino que fui recorriendo para dejar atrás la juventud y la ilusión, reemplazándolas con responsabilidades y obligaciones, la voz de Dylan se fue haciendo más punzante conforme la iba entendiendo más y conforme se iba contrastando con la gris realidad de cada día, mes y año. Quedó confirmado en mi corazón que el poeta existía, que el juglar no muere, que las palabras desmienten a los hechos y vuelven tolerable la realidad: si Bob Dylan canta en China, en el Vaticano o en los Oscares no es más que la certeza de que el poeta es humano… y su obra vendrá siempre a rescatarlo.

Hoy, Bob Dylan persiste con la serenidad del hombre que ha dicho lo que debe decir, que jugó los dados de la posteridad en el momento justo y lo hizo con pericia y buena suerte. Ha recibido casi cualquier premio posible, y el no haber ganado alguno -como el Nobel- empobrece al Premio y engrandece al ausente. Al final, como pasa con todos, quedarán las palabras, los poemas, el arte y las imágenes… y las sensaciones indelebles en el corazón.

Yo conservaré muchas firmadas por Robert Allen Zimmerman. Y para no llevármelas a la tumba y que se queden mudas para siempre, las escribo aquí.

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